viernes, marzo 05, 2004

Una historia III

La noche hacía eco en los murmullos del respirar de las criaturas que habitaban aquel místico ambiente, sin embargo, no se podía ver nada alrededor. Nada excepto una flor blanca que brillaba con un halo palpitante. Estaba rodeada de esporas doradas que había expelido durante la noche, solamente durante esa noche, pues es la única forma que tiene para asegurar su supervivencia a través del tiempo. Los ancianos de las cuevas le atribuyen una magia inexplicable, donde todo aquel que cae en su poder, si no sucumbe la primera noche, adquiere ciertas características de la misma flor, hibridando su destino.
Ella respiraba tranquilamente, seguía bajo el cuidado de la sombra de aquel viejo árbol. Sus párpados se movían agitadamente, adivinando el movimiento de sus ojos de turquesa.
Corría lo más rápido que podía, sin embargo ellos eran más rápidos que ella, sus corceles eran los más veloces que se hayan visto jamás. Su cabello flotaba en el viento mientras huía por el lindero de piedra. Sentía que no tenía escapatoria. La orden que llevaban era de exterminar a todo aquel intruso que osara entrar o siquiera acercarse a los dominios del soberano., de haberlo sabido, jamás hubiera bebido del arroyo que delimitaba aquel territorio. Su blanco vestido se rasgó al atorarse en la cresta de una roca. Pensó que era mejor escaparse cómo fuera a ser sometida por aquellos salvajes que la perseguían. Se tiró por el desfiladero. Frenaron en seco y se dieron la vuelta, dando por hecho que su tarea había quedado concluida. No supo cómo, pero estaba frente a lo que parecía ser la entrada a una gruta de aquel lindero. No tenía rasguño alguno, nada excepto su vestido rasgado. Entró y siguió lo que pensó que era un camino, volteó a todos lados examinando lo que podía, había humedad en las paredes y salitre, las raíces salían de grietas en las paredes ásperas. Solamente podía ver gracias a que en el techo se había desquebrajado rocas después de una tormenta eléctrica que hizo de la montaña su diana de tiro hacía demasiadas cosechas atrás. Seguía caminando hasta que un ruido extraño la hizo dudar, parecían truenos que la ensordecían. Se sobrepuso al temor que hacía que sudara frío. Siguió caminando y a lo lejos vio una pequeña luz que bailoteaba arrítmicamente, pero coordinándose con el estrépito que seguía. Se sentía más humedad en el ambiente, una brisa refrescante que la hizo dibujar una sonrisa en su rostro, recordó cuando era niña y había ido con su padre a aquel río para hablar con los ancianos acerca de las cosechas, bueno en realidad fue a escondidas y su padre se percató de su presencia hasta que habían llegado ya a su destino. Una de las paredes de la gruta se había convertido en una cortina de agua que caía con demasiada furia. Una voz vieja y cansada se hizo escuchar detrás de ella, demasiado cerca cómo para que no se hubiera percatado de la presencia de nadie más. Giró y en su rostro se hizo una mueca, entrecerró los ojos y frunció un poco el seño, afilando sus rasgos aún más. Trató de reconocer a aquella pequeña sombra que salía de un recoveco que hacía las veces de aposento. <>. Ella reaccionó en un instante e hizo la relación de aquel personaje que conoció en su infancia, aquel sabio que los ayudó para que la tierra volviera a ser fértil, sin embargo ahora lo veía demasiado pequeño cómo para creer que fuera aquel gran hombre viejo que había conocido, además, habían pasado demasiados años cómo para que pudiera seguir siendo el mismo. No dijo nada, se quedó seria observándolo, mientras la brisa la mojaba poco a poco, humedeciendo su cabello, definiendo las ondulaciones naturales que tenía. <> Miró con ternura al pobre viejo y se sentó donde él le dijo. La luz proveniente de la cortina de agua no era suficiente pero si le dejaba ver el interior del socavado. Las paredes estaban cubiertas por dibujos y símbolos extraños, apenas reconocibles por el paso del tiempo. Había algunos trastos viejos de barro en un rincón cerca de donde había salido el viejo, en el centro de la cueva había aún rescoldos de la noche anterior. A un lado, apuntando hacia la luz azulada que entraba, estaba una tablilla de piedra, con unos símbolos tallados en ella, junto con unos pequeños huesos huecos. Escuchó el arrastrar de los pasitos del viejo, cómo se iba acercando cargando un saco en cada una de sus manos. Se iba a acercar para ayudarlo pero él rápidamente dejo caer uno de ellos y con su mano le hizo una seña para que se detuviera <>. Sonrió y de nuevo se sentó. <> El viejo metió su mano en uno de los sacos y luego la acercó a las cenizas, abrió su puño y un polvo negro cayó cubriendo los rescoldos que quedaban, tronó sus dedos y enseguida se incendió la fogata. Ella se quedó sorprendida, arqueando sus cejas, abriendo sus ojos demasiado, dejando iluminarlos por aquel fuego, brillaron de forma tan bella que se podían confundir con esmeraldas que afloran de las entrañas de la tierra. No pudo ocultar una sonrisa inocente, cómo cuando un niño ve el arco iris por primera vez. “¡Puedes hacer magia!” su voz retumbó por toda la gruta, dejando que su eco se repitiera en acordes distintos medolizando el ambiente. El viejo metió la mano en el otro saco, y sacó unas pequeñas bayas rubicundas. <> Ella aceptó y tomó una de las frutillas, estaba carnosa y al morderla, era tan jugosa que un poco de su vida escurrió por la comisura de sus labios. De nuevo sonrió y apenada se limpió rápidamente con la manga amplia de su vestido. El viejo se rió y también mordió la baya que se le reventó en la boca, llenando sus bigotes y largas barbas con el jugo de la fruta <>. Ella asintió con la cabeza, se le hizo extraño, pero sabía de alguna manera que ella debía de estar ahí en ese instante, para preguntarle algo, pero no sabía que era. <>. Tomó la pesada tabla de piedra con sus manos y la colocó sobre su regazo, tomó los huecesillos y los tiró sobre de ella. Se agachó y miró fijamente a la tabla, tratando de leer lo que decía en ella: <>. Estaba confundida, no sabía a que se refería el viejo. Él se reincorporó, estiró su cansado cuerpo, y dio unos pasitos hacia la cortina de agua. <> Con un ágil aunque cómico movimiento, el viejo saltó hacia la cortina y desapareció. Ella se levantó inmediatamente y corrió hacia donde el viejo desapareció. Estaba intrigada por lo que había visto, no sabía que estaba pasando. Su curiosidad era demasiada, y tocó la cortina, sintió una textura fría y fluida, no era más que agua. Metió todo el brazo y no pudo sentir nada, solamente que hasta un punto ya no sentía agua. Decidió asomarse, así pues, metió la cabeza y pudo ver un remolino de agua en el fondo, lleno de espuma, burbujas y neblina. Más al fondo en el paisaje, se advertían unas montañas gigantescas, pulidas por el viento. Eran imponentes, majestuosas. En un acto despreocupado hizo lo que el viejo y se aventó.